domingo, 20 de enero de 2013

Y al final sonó la música…


Él me mira. Yo le devuelvo la mirada.
Solo falta el sonido de los violines. O alguna canción empalagosa, tocada al piano por Richard Clayderman.
La nuestra hubiera sido una historia de amor perfecta. Salvo que él es un pez que da vueltas sin cesar en el interior de su pecera redonda como el mundo, y yo, una humana melancólica y solitaria desde dos días atrás.
El viernes anterior, Marcos y yo salimos a cenar en plena noche de temporal. Pero... ¿qué podían hacer los elementos ante una pasión como la nuestra, ante la necesidad de estar juntos después de casi una semana entera sin vernos? Reímos al sentarnos en nuestro restaurante habitual, que parecía haber abierto solo para nosotros. Compartimos bocaditos de vieras al horno sin dejar de mirarnos a  los ojos, con mayor intensidad que la del pez y yo, nos rozamos las manos y nos relamimos de placer porque anticipaban el momento sublime de la desnudez de los cuerpos.
Todo se fue al traste poco después. Cuando él quiso dar la vuelta al coche en medio de un barrizal, en contra de mi opinión, y se quedó atascado, sin poder salir ni para adelante ni para atrás. Me enfadé. Tal vez otro día me lo hubiera tomado con humor. Pero no ese. Estaba cansada del trabajo, de la situación en la que vivíamos, sin tomar una decisión acerca de una convivencia compartida. Y lo estaba aún más de la autosuficiencia de Marcos sin hacer caso jamás de mis opiniones. Y lo estaba más todavía de que nos hubiéramos quedado embarrancados en mitad de la nada, mientras el agua caía inmisericorde sobre nuestras cabezas y el viento soplaba duro y firme obligando a los eucaliptos a retorcerse e inclinarse amenazadores, con ese chillido infernal de la madera que ponía los pelos de punta.




Noté la furia de Marcos. No es de los que se perdonan con facilidad un error de cálculo. Ha nacido para triunfar. Es un competidor nato.
Quise pasar por encima de mi enfado y decir algo ingenioso para quitar hierro al asunto. Me interrumpió antes de poder abrir la boca.
—No digas nada –gritó amenazador—. Ya sé que para ti nunca hago nada bien. Tú compañero Jorge, ese con el que tomas café a todas horas, lo hubiera hecho mejor, ¿verdad?
Me quedé atónita ante semejante explosión. Marcos es uno de esos hombres de empresa que convierten en oro todo lo que tocan. Un hombre conocido y respetado, con un pánico cerval a las relaciones permanentes. Jorge, mi pobre Jorge, es un amigo entrañable, un compañero de trabajo. Es el que me resuelve los problemas de ordenador y a quién yo cubro cada vez que llega tarde. O sea, casi a diario. No hay nada entre nosotros más allá de ese famoso café, ni jamás lo ha habido.
Me mantuve en silencio. Mi postura rígida hablaba por sí sola.
Nuestro amor, ese que imaginaba eterno, acabó con la llegada de la grúa.
En este tiempo no he recibido ni una sola llamada. Los ratos que estoy en casa me siento ante el teléfono, sin atreverme a ir ni siquiera al cuarto de baño, por si suena y no lo oigo. Compruebo el móvil dieciochomilvecesaldía. Me he jurado a mí misma que esta vez, será él quien llame. Yo no pienso hacerlo.
El pez no aparta de mí sus ojos saltones. Abre y cierra su boquita de piñón, mientras sus branquias palpitan. Ahora casi no me atrevo ni a mirarlo. Me pregunto si me tiene pena. Si le parezco una de esas lastimosas mujeres siempre a la espera de un hombre. ¿Cómo le explico que Marcos no es uno cualquiera, sino el mío propio, el ser al que amo con toda la fuerza de mi corazón, el único que el destino ha dispuesto para mí? Pero… ¿cómo hacérselo entender? ¿Acaso sabe un pez, que solo da vueltas en un espacio tan reducido, qué es el destino? 

 

Suena el timbre. No quiero abrir la puerta. Sé que no es él. Marcos tiene llave.
Apago la luz de la mesa pequeña de la sala.  Me echo en el sofá. Me tapo los ojos con los brazos. Tampoco quiero ver el resquicio de luz que entra por el ventanal.
De nuevo el sonido estridente del timbre, repetitivo, agobiante.
Suelto por lo bajo la peor palabrota que conozco. El soniquete me está interrumpiendo el regodeo en mi dolor.
Me levanto. Abro. Ante mí está un Marcos avergonzado, mostrando toda la debilidad que guardan los poderosos en su interior.
—Soy un imbécil, ¿verdad?
—Pues sí —respondo seria, sin concesiones.
No le digo que es un imbécil al que amo, pese a todas sus tonterías.
—Creo que me entró un ataque de pánico por si te pasaba algo malo… aquello estaba muy solitario. Y de celos... —confiesa al fin lo que yo sospechaba.
Enarco la ceja.
—Es que solo hablas de Jorge, a todas horas…
Veo en su interior. Vulnerabilidad sería el término adecuado. Quien lo diría. Me apiado de él.
—Entra, anda.
—Si entro, me quedo. Estoy harto de verte cada cinco días.
—Creí que no querías compromisos.
Se echa a reír a carcajadas. Me coge en brazos, me hace girar como si yo fuera Anna Pávlova en El lago de los cisnes, me come a besos, y yo le permito que lo haga.
—He cambiado de opinión, como bien puedes ver.
Miro hacia abajo por encima de su hombro. Ocluyendo la entrada está una enorme maleta, su cartera de piel, y el ordenador. En mis oídos suenan trompetas y timbales.

domingo, 13 de enero de 2013

Un clásico: Cyrano de Bergerac


Save de story es una propuesta del escritor italiano Alessandro Baricco para salvar los clásicos del olvido.

La idea consiste en adaptar con mimo las grandes historias del patrimonio literario universal en la Scuola Holden para jóvenes escritores, fundada y dirigida por él, y publicadas por el grupo L´Expresso, para acercarlas a los jóvenes.

De este modo, los autores seleccionan las escenas más emocionantes y significativas de las obras, y las narran en cien páginas, con un lenguaje actual, acorde con los nuevos tiempos. Cada una de ellas está ilustrada por un diseñador conocido. Son obras dirigidas a un amplio público: para el lector culto, para la familia, y para la lectura de los padres a los hijos.

 

 

   Cyrano de Bergerac, adaptado por Benni Stefano, con ilustraciones de Miguel Tanco

Editorial Anagrama

ISBN 978-84-339-6120-4

 
La historia de Cyrano de Bergerac
 

El personaje real, Hercule-Savinien de Cyrano de Bergerac (Paris, 1619 – Sannois, 1655), fue un poeta, dramaturgo y pensador francés, coetáneo de Boileau y de Molière. Un verdadero librepensador, crítico con su época. Por su actitud irrespetuosa con las instituciones religiosas, fue considerado un libertino. Por su obra, muy numerosa y ecléctica, se le toma como precursor de la ciencia ficción.
El nombre de Bergerac le viene al poeta de las tierras que compró su abuelo en esa zona, para poder entrar en la pequeña nobleza rural.
 
La antigua y pintoresca ciudad de Bergerac asomada a la Dordogne
 

Sin embargo su figura intelectual, se diluye tras el personaje literario creado  por Edmund Rostand en su Cyrano de Bergerac, en la que recoge un episodio novelesco de la vida del escritor.

Statue de Cyrano de BergeracEstatua de Cyrano  en la ciudad de Bergerac

 

La obra
Cyrano de Bergerac es un drama heroico en cinco partes y escrito en verso. Fue estrenado en el teatro en 1898.

 

 
 
 
 
"Arnaga" (lugar donde brota el arroyo) la casa de Edmond Rostand en Cambo-les-Bains, hoy museo Rostand, donde fue escrita el Cyrano.
 
Sinopsis

Cyrano de Bergerac un soldado poeta, orgulloso y sentimental, posee una nariz grande hasta el ridículo. Está enamorado de su hermosa prima Roxana, pero comprende que con su fealdad nunca a va ser correspondido. Ella, por su parte, se siente muy atraída por el guapo Christian de Neuvilette, otro soldado. Sin embargo este es incapaz de expresarse con elocuencia. Cyrano pacta con Cristián. Escribirá cartas de amor a Roxana, en las que pueda expresar sus sentimientos a su amada. Roxana, impresionada por la potencia de su amor, confiesa a Cristián, que ha encontrado en él a su alma gemela. Esto hunde a Cristián, pero enardece a Cyrano, ya que ella dice que le gustaría aunque fuese feo.

Cristián muere en la guerra, y antes le ha pedido a Cyrano que confiese la verdad. Él no se decide. Años después, Cyrano se ha convertido en un gran compañero para Roxana, a la visita a diario a la misma hora, las 6 de la madrugada. Ella sigue vistiendo de luto, y guardando la última carta de su amado en el pecho. Un día Cyrano se retrasa porque al ir al encuentro de ella le ha caído un gran trozo de madera y le ha roto el cráneo (el verdadero Cyrano de Bergerac, murió tras caerle un viga en la cabeza). Durante un tiempo el hombre no se debe mover de la cama, pero Cyrano no hace caso. Ya de noche, va en busca de Roxana, se disculpa por el retraso (disimulando su herida de la cabeza con el sombrero) y le cuenta las noticias. Roxana le pide que le lea la última carta de Cristián. Cyrano acepta. De golpe, ella se da cuenta de que es de noche, y descubre la verdad del amor de Cyrano por ella y la trampa de las cartas. Él lo niega. Cyrano se despide y bajo la luz de la luna, recitando versos, muere.

 

 
Cyrano de Bergerac ha sido llevada al cine en varias ocasiones, la última, dirigida por Jean–Paul Rappeneau, en 1990. El personaje fue interpretado pro Gerald Depardieu.

 

 


 

sábado, 5 de enero de 2013

Perlas y corales

Un cuento dulce, dulce de regalo de Reyes para ayudarnos a superar este mes "cuesta de enero":



—¿Busca algo? —preguntó servicial.

            La joven, enfundada en un largo vestido de lamé ajustado a su bien torneada figura,  se volvió hacia él. Llevaba un zapato en la mano.

            —Otro como este —respondió con aplastante naturalidad.

            La miró con la sorpresa retratada en el rostro. Le parecía difícil encontrar un zapato de color marfil, enterrado en una arena iluminada tan solo por la luz de la luna. No se planteó qué hacía una mujer tan hermosa, vestida de fiesta, paseando por la playa a semejantes horas. De todas maneras, no iba a dejarla sola. La joven era un bocado demasiado apetecible para cualquier desalmado.

            Caminaron codo con codo, hasta que él descubrió, casi enterrado, el zapato de raso, con adornos de perlas y corales en la puntera. Se agachó y lo recogió.          

—Es muy delicado —comentó por romper el hielo mientras lo depositaba en sus manos.

            Ella le sonrió. Y a él le pareció que un rayo de sol se había abierto paso, rasgando la oscura cortina de la noche.

            —¿Le gusta? —respondió complacida—. Los he diseñado yo. Esta era una ocasión especial.

            —¿Es diseñadora?

            —Nooooo, ¡qué va! Son los primeros que hago en mi vida. Necesitaba unos de inmediato.

            Él no preguntó. Bastante tenía ya con el trabajo diario. En sus ratos libres procuraba no cuestionarse nada de lo que decía la gente.

            —No debería estar aquí —la reprendió con amabilidad—. Es muy tarde.

            Ella soltó una risa cantarina.

            —No se preocupe. Vivo cerca.

—Aun así.

Ella se encogió de hombros.

—Aunque usted no se lo crea, me vigilan cien ojos. Gracias por ayudarme. ¡Hasta otra! Como dicen ustedes.

            La vio alejarse. Por un momento añoró su compañía. Fue más consciente que nunca de su soledad.

La joven se detuvo de golpe, como si meditara. Después retrocedió un par de pasos. Se acercó a él. Le pasó con dulzura la palma de la mano por el mentón. Parecía disfrutar con  el tacto áspero de la barba del día. Con la yema de los dedos fue dibujando con suavidad sus labios, y la cuenca de sus ojos, queriendo guardar para sí memoria de su rostro. Él se dejó acariciar, manso, mientras aspiraba el aroma que desprendía su piel. Al agua fresca del mar en primavera. Estaba subyugado por su ternura, por esa mezcla curiosa  de inocencia y arrojo.

La cogió por la cintura y la arrimó a su pecho. Ella aprovechó para enlazar los brazos por detrás de su cuello. Tiró de él hasta ponerlo a su altura y depositó un beso leve en sus labios, rozando apenas el contorno de su boca con la punta de la lengua. Un aleteo que a él le supo a miel de azahar.

Con grácil movimiento se desprendió del abrazo. Se quedó parado, sin saber qué hacer, con las manos extendidas. Su corazón se contrajo de tristeza. Estuvo a punto de mendigar un rato más de compañía.

—Tome. Un recuerdo.

Depositó el delicado zapato en sus manos y se alejó, con su andar insinuante, dejando tras de sí un surco hecho por su larga falda.

            —¿Me dice su nombre? —gritó, sin poder resistirse.

            —Nerea. Suena bonito, ¿verdad? Eso es. Me llamo Nerea.

            Estaba ya bastante lejos cuando se volvió y miró hacia atrás por encima del hombro.

            —¿Y el suyo?

            —Rodolfo. Rodolfo Valentí.

            Esperó la burla, conteniendo el aire. Ella se limitó a llevarse la punta de los dedos a los labios y a lanzarle un beso lleno de coquetería. El dardo del amor se clavó con fuerza en su corazón. Supo, que después de ella, no habría otra mujer para él.

            —Adiós, Rodolfo.

            —Nerea, Nerea… Pregunta por mí. Soy policía. Todos me conocen.

            ¿Y cómo no te van a conocer con ese físico de latin lover y semejante nombre tan a juego? Pensó para sí. Cuando quiso darse cuenta, ella había desaparecido.

 

  *****

           

Pasó el tiempo. Se fue el verano, y después el otoño y el invierno. Llegó la primavera. Durante ese tiempo, Rodolfo no dejó de caminar ni un solo día hasta el punto de la playa donde la había visto aquella única vez. En las noches cálidas se recostaba en la arena, acariciando el exquisito zapato, jugueteando con las perlas y corales que lo adornaban. Sus ojos húmedos se perdían en el mar. Soñaba con la mujer etérea, vestida con luz de estrellas. Poco a poco empezó a caer en una extraña melancolía. Su tristeza era cada vez más profunda. Lloraba por su ausencia, sin dejar de hacerse preguntas para las que no encontraba respuestas.

            Si la vigilaban era porque tenía guardaespaldas. Raro que él no se hubiera dado cuenta. Ahora era policía en un tranquilo pueblo marinero, pero en tiempos perteneció a los cuerpos de elite de la policía nacional. Y ese aprendizaje no se olvida jamás. Y, por otro lado, ¿cómo había podido desaparecer tan de improviso? ¿Había algún barco por los alrededores y él no se había percatado de su presencia, obnubilado por la belleza de ella? ¿Se la había tragado la tierra…? ¿Tal vez, el mar?

No encontraba una explicación plausible. El dolor era cada vez más intenso. Soñaba con su mirada azul de cian y la calidez de la mujer que le había sonreído, y besado y acariciado…, y que además no se había reído de ese ridículo nombre que se había empeñado en ponerle su abuelo, un emigrante a Argentina, loco por el tango.

Fue en una de esas noches cálidas, cuando su mundo cambió para siempre. Una nube densa cubrió de pronto la luna y las estrellas. Las gruesas gotas de lluvia repiquetearon sobre la arena, formando hondos cráteres. Un rayo largo culebreó y quebró la línea del horizonte, pintando de blanco el mar encrespado. El trueno retumbó una y otra y otra vez en la ciudad. Su eco se prolongó en la lejanía. Se encendieron las luces de los hogares. Los niños lloraban; los ancianos, pensaban que había llegado ya el fin del mundo. Rodolfo Valentí permaneció estático, recostado en la arena, sin dejar de pensar en la mujer de sus sueños, disfrutando de ese instante que le regalaba la naturaleza embravecida.

Ella apareció de improviso sentada a su lado. Él dio un respingo. Quiso incorporarse, pero una fuerte ráfaga de viento le envolvió y le arrojó al suelo.

—No te asustes —dijo ella sujetándole para evitar que se diera otro golpetazo—. Es mi padre. Como ves, ha sacado toda la artillería pesada. Está enfadado porque he querido volver al país de los humanos.

 Rodolfo se volvió hacia ella con expresión atónita. No entendía nada. Aun así estaba feliz por tenerla de nuevo a su lado.

—Nerea… —musitó.

—Rodolfo…

Sus nombres es escapaban de sus labios, mientras sus bocas se unían en besos apremiantes, sus lenguas se enlazaban, y sus manos repasaban ávidas de deseo sus respectivos cuerpos.

Él la recostó a su lado sobre la arena húmeda. Su empapado vestido de gasa dejaba traslucir la plenitud de sus senos. Se sintió mareado ante tanta hermosura.

—No puedo vivir sin ti.

—Has llenado el mar de lágrimas —se permitió bromear ella.

—Y tú… ¿cómo lo sabes?

Estaba extrañado.

—Porque las he ido recogiéndolas en un ánfora. Hoy se las he llevado a mi padre, como muestra de tu amor. El dios Nereo se ha apiadado de mí, su hija pequeña, y me ha permitido regresar durante unas horas a tu lado.

A Rodolfo se le escapó un sollozo. ¡Unas horas! Tendría que conformarse con eso.

—Y entonces, ¿por qué se ha enfadado? —preguntó curioso, como si le estuviera permitido a cualquier mortal mantener una relación amorosa con una nereida. Nada menos que con la hija de un dios.

Ella soltó una carcajada. Las caracolas, las estrellas de mar y hasta las anémonas parecieron  juguetear en sus labios.

—Le he dicho que me quedo a tu lado. No pienso volver.